11 de outubro de 2018 Miguel Gutiérrez-Peláez

 
Hay un tema políticamente incorrecto que siempre genera malestar en los debates académicos, el cual implica proponer una desidealización de la persona que adquiere la nominación de víctima. Hemos podido constatar los efectos paradójicos de esa idealización: por un lado, se alega públicamente que las víctimas, al haber sido objeto de las más terribles vejaciones, podrían pedirlo todo. El Estado, como ese Otro que falló en su accionar, tendría que dar todo aquello que se le pide. Pero, por el otro lado, hay un malestar hacia la víctima del que no se habla públicamente: se les pide dar a cambio de las reparaciones estatales, precisamente, su silencio. Calladas las víctimas con las indemnizaciones del Estado, la sociedad salda sus culpas y puede dormir en paz.

Del lado de las propias víctimas, constatamos también los efectos de esa idealización. Se les exige una altura ética que no se le pide al ciudadano común; cualquier inclinación pulsional que vaya a contramano de ello es repudiada severamente tanto por la sociedad como por la víctima misma. En la clínica se observan las dos caras de ello. Por un lado, las consecuencias nefastas de la estigmatización, cuando el clínico tiene una idea prefigurada de lo que es una víctima y cree saber de antemano lo que va a encontrar allí. Por el otro, las consecuencias sobre la propia víctima cuando se identifica con ese ideal y censura sus propios pensamientos que vayan a contramano de ese ideal. Cuando ofrecemos espacios de escucha donde el sujeto puede encontrar que puede hablar también de lo incorrecto, corroboramos el alivio que produce.

La clínica psicoanalítica nos ha permitido reconocer que el trauma produce una pérdida irrecuperable[1].  Ese agujero puede operar como un pozo de las Danaides y nada de lo que se ubique allí, en la lógica del resarcimiento o la reparación, es suficiente. Es una posición subjetiva difícil de conmover la de la persona que, frente a una pérdida innombrable, ha asumido la posición de hacerse acreedora de una deuda que asume directa o indirectamente, cualquiera que esté allí en el lugar de Otro. Ese Otro no necesariamente es culpable de la pérdida, pero sí le concierne dar su cuota para el pago de esa deuda. Como es una deuda impagable, lo que se ofrezca, por robusto que sea, es insuficiente.

Hace un tiempo consentí en atender a una mujer que había sufrido por el asesinato violento de alguien a quien amaba intensamente. Esa muerte había marcado para su vida un antes y un después. Acepté atenderla por unos honorarios mínimos, consciente que lo que realmente recibía como pago era un saber sobre su experiencia. A medida que avanzaba el tratamiento me descubrí cediendo aún más a varias de sus demandas: una reducción aún mayor del valor de los pagos, cambios en los horarios y en la duración de las sesiones, demandas frente a lo que debería entregarle con mis palabras y a los efectos de las mismas y de mi escucha, etc. Algo de ello lograba golpear el borde del estanque, pero la mayoría caía en el mismo pozo profundo junto con las otras cosas que recibía en su vida: el apoyo de su familia, el trabajo de los voluntarios de su fundación, el dinero recibido, el perdón público ofrecido por el Estado, etc. Todo ello era insuficiente y el Otro tendría siempre que dar mucho más.

Circunstancias externas llevaron a que el trabajo analítico se interrumpiera antes que fuera posible conmover esa posición subjetiva. Pero esta experiencia, junto con otras afortunadamente más exitosas, me han llevado a poner la lupa en el tema de la idealización, en los peligros que acarrea para el clínico que no es consciente de sus propios estigmas frente a la población que atiende, y para la propia víctima que sufre el estrago de sentir que está obligada a estar a la altura de ese ideal.

 
Notas:

[1] Como le escribe Sigmund Freud (1856-1939) a Ludwig Binswanger (1881-1966), el 12 de abril de 1929, en un momento en los que los dos estaban en duelo por la muerte de sus hijos en la guerra: “Aunque sabemos que después de una pérdida así el estado agudo de pena va aminorándose gradualmente, también nos damos cuenta de que continuaremos inconsolables y que nunca encontraremos con qué rellenar adecuadamente el hueco, pues aún en el caso de que llegara a cubrirse totalmente, se habría convertido en algo distinto. Así debe ser. Es el único modo de perpetuar los amores a los que no deseamos renunciar”. Fichtner, Gerhard (Ed.). (1992) The Sigmund Freud-Ludwig Binswanger Correspondence 1908-1938. Translated by Arnold J. Pomerans. London: Open Gate Press, 2003, p. 196; tradução para o espanhol do autor.

 
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Miguel Gutiérrez-Peláez, PhD, es director del Programa de Psicología de la Universidad del Rosario, en la Escuela de Medicina y Ciencias de la Salud (Bogotá, Colombia), donde dirige la revista Avances en Psicología Latinoamericana. Es miembro fundador del Centro de Estudios Psicosociales (CEPSO) y miembro del Grupo de Estudios Interdisciplinarios sobre Paz y Conflicto (JANUS) de la misma universidad. Psicólogo de la Pontificia Universidad Javeriana (PUJ, Bogotá, Colombia), es magíster en Psicoanálisis y doctor en Psicología de la Universidad de Buenos Aires (UBA, Buenos Aires, Argentina). Psicoanalista miembro de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP) y de la Nueva Escuela Lacaniana (NEL), es secretario para Colombia de la Asociación Mundial de Rehabilitación Psicosocial (WAPR).