13 de dezembro de 2018 Miguel Gutiérrez-Peláez

 
En nuestras intervenciones clínicas en el consultorio y en el campo reencontramos una y otra vez que el trauma ocurre por exceso y por defecto. Las personas con las que hablamos nos cuentan de las cosas que ocurrieron y que las quebraron: las torturas, las golpizas, las amputaciones, el asesinato y desaparición de sus familiares, las violaciones, las humillaciones. Nos hablan también de lo que han perdido por efecto de esos actos: el hijo que no podrán alzar, la madre que no los amparará, el sancocho que preparaba la abuela y que nunca más comerán, la casa reducida a cenizas que ya no habitarán, la tierra que no podrán volver a pisar, el cuerpo que no podrán enterrar, el amigo con quien no podrán nunca más brindar a la sombra de los yarumos. Esas historias nos hablan del exceso que el otro introduce, en las historias y en los cuerpos; de lo que cercena la vida y la sustrae del porvenir.

Pero, además, la clínica del trauma nos revela lo que es traumático por omisión: la madre que nunca estuvo, el padre que no asintió a las identificaciones del hijo, el abrazo que no alojó el cuerpo, la familia que no habló, la población que no sancionó la violencia. El otro lacera por su exceso, por su sadismo y su crueldad, por lo que puede hacerle al cuerpo de aquel a quien no considera su semejante, su próximo, como insistía Emmanuel Lévinas[1] (1906-1995), pero también daña por su negligencia y su silencio.

En las aplicaciones de la teoría psicoanalítica fuera de la clínica, con frecuencia se recurre a la comprensión social de las defensas psíquicas de la negación, el silenciamiento, la intelectualización, la racionalización y la proyección, y cómo éstas han servido para no ver o no denunciar las vejaciones de distintos grupos sociales, gobiernos o agremiaciones contra ciertos sectores de la sociedad. Es aún más inquietante cuando esto se perpetúa por parte de grupos que han elevado el bien de la humanidad como su bandera. Era el clamor resonante que puede extraerse de Jacques Lacan (1901-1981)[2]: ¿quién cura del mal que el bien hace?[3]

Tanto en el trauma por exceso como aquel por defecto, el sujeto sabe y tiene consciencia de ello así no se lo comunique al otro. Puede hablar del horror que otros le infligieron a él y de aquello de lo que fue castrado y que, las más de las veces, hace el crisol de sus desdichas. Más oscuramente, nos hemos enfrentado también a una dimensión menos asequible del trauma, justamente cuando el sujeto no sabe lo que no ha ocurrido. Hay cosas que se sabe que se saben, otras que se sabe que no se saben, incluso cosas que no se sabe que se saben, ese saber dormido al que el sujeto se despierta por medio de un análisis. Pero existe también lo que el sujeto no sabe que no sabe. Es ese el más nítido agujero de lo real.  Y podría no tener relevancia si no es porque, en la transferencia, nos vemos compelidos a los efectos de vacuidad de ese no saber.

En ocasiones el síntoma neurótico repite lo no dicho de los padres. Las coordenadas de los dramas familiares encuentran su consistencia en la gravitación en torno a secretos imposibles, muchas veces cargados de la sustancia de los diques de la pulsión: historias vergonzosas, pudorosas o que producen asco. El silencio juega su papel fundamental y sabemos que no porque de ello no se hable deja de pasar, contenido y preservado, de generación en generación. Así, por el hecho que de aquello no se hable no deja de lograr su permutación de generación en generación. Cada generación tiene el encargo inconsciente de transmitir sin saber, y con la pretensión de que siga durmiendo, lo silenciado de la generación anterior. De alguna manera, ello muestra lo que se aloja en los resquicios del lazo social, la materia oscura de los vínculos humanos, la fuerza de la agremiación y su más básico malentendido. No tiene nada que ver con un inconsciente colectivo; es el efecto de las palabras con las que interpretamos el mundo y que nos han legado nuestros otros primordiales, no sin su deseo. No hay ningún furor curandis o fanatismo por despertar verdades dormidas, pero sí hay la disposición de alojarlas en la transferencia y de producir, en el momento adecuado para el sujeto, el acto analítico que permita que algo de lo real que lo trasciende lo deje de agobiar.

 
Notas:

[1] Lévinas, Emmanuel. (1974) De Otro Modo que Ser o Más Allá de la Esencia. Salamanca: Sígueme, 2003, p. 101.
[2] Cf. Lacan, Jacques. (1958) A direção do tratamento e os princípios de seu poder. In: Escritos. Tradução: Vera Ribeiro. Rio de Janeiro: Zahar, 1998, p. 591-652.
[3] Gutiérrez-Peláez, Miguel. Confusión de Lenguas. Un Retorno a Sandor Ferenczi. Buenos Aires: Eudem, 2012, p. 140.

 
Imagem: Betina Levin | Mi Ninez | Buenos Aires | [s. d.] | acrílico sobre tela

Miguel Gutiérrez-Peláez, PhD, es director del Programa de Psicología de la Universidad del Rosario, en la Escuela de Medicina y Ciencias de la Salud (Bogotá, Colombia), donde dirige la revista Avances en Psicología Latinoamericana. Es miembro fundador del Centro de Estudios Psicosociales (CEPSO) y miembro del Grupo de Estudios Interdisciplinarios sobre Paz y Conflicto (JANUS) de la misma universidad. Psicólogo de la Pontificia Universidad Javeriana (PUJ, Bogotá, Colombia), es magíster en Psicoanálisis y doctor en Psicología de la Universidad de Buenos Aires (UBA, Buenos Aires, Argentina). Psicoanalista miembro de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP) y de la Nueva Escuela Lacaniana (NEL), es secretario para Colombia de la Asociación Mundial de Rehabilitación Psicosocial (WAPR).