8 de novembro de 2018 Miguel Gutiérrez-Peláez

Cuando se avanza en la escucha de las víctimas de comunidades rurales y campesinas colombianas, se comprende cada vez más que la fauna y la flora que las rodean no son elementos accesorios, sino que hacen parte de su propio ser. De las intervenciones con cartografías comunitarias hemos entendido que el árbol también porta una historia y que en la densidad de sus raíces y en las marcas de su corteza se escribe también la historia del pueblo. Los animales de sus tierras han sido víctimas también y esa violencia los ha lacerado y de eso nos hablan las comunidades. Hay que entender, como lo escenificó la genial obra de Fabio Rubiano[1] (1963- ), que matar a sus animales no es solo destruir objetos de consumo, sino aniquilar a los miembros un hogar.

De las cartografías corporales hemos aprendido cómo la historia de violencia deja huellas indelebles en la piel e incluso enajena al sujeto de algunas partes de su propio cuerpo.  Esto va desde las zonas aledañas a los agujeros corporales a través de los cuales los victimarios ejercieron su violencia sexual, hasta el hombro de esa mujer embera sobre el cual percutieron las palmadas cínicas del torturador consolando las lágrimas por su esposo agonizante. Así como hay marcas en el cuerpo que cuentan historias allí donde la palabra no alcanza, también las marcas en la topografía, en la tierra, en los animales domésticos y en los árboles nos hablan de las historias no contadas de la violencia de nuestro país.

Recientemente me referí a un tamarindo bajo el cual fueron masacrados los doce campesinos en Mampuján[2] (Montes de Maria, Bolívar, Colombia). También está escrita la historia de un árbol de mango en el poblado de Puerto Torres (Belén de los Andaquíes, Caquetá, Colombia): “Según el testimonio del informante, allí colgaban a las personas y las exponían a las altas temperaturas ambientales de la zona – entre 30° y 35°C –, podían pasar horas colgados en los árboles, podían pasar horas y días sin recibir nada de tomar ni comer. Sobre sus cuerpos se entrenaban los aprendices, lanzando cuchillos a las personas para causarles daño pero no la muerte, les ponían una lata de salchichas sobre sus cabezas y entrenaban tiro al blanco, extraían sus dientes con alicates y quemaban sus caras e incluso sus genitales con insecticidas en aerosol”.[3] En el informe aparece también la foto de un tronco sobre el que se llevaban a cabo las decapitaciones y desmembramientos de las víctimas. En esos surcos y grietas grabadas sobre el tronco, está escrita una historia de sufrimiento inenarrable. Es una escritura fuera de sentido a cuyo real nos hemos volcado a leer y descifrar.

Sigmund Freud (1856-1939) se había aventurado a interrogar a las piedras, con la sentencia latina Saxa loquuntur! (¡Las piedras hablan!).[4] Jacques Lacan (1901-1981) se preguntaba: “¿por qué no hablan los planetas?”.[5] Esta vez, es a la interrogación del árbol a la que nos hemos dirigido. No es un estudio ecológico, es más bien el intento de revisar algo así como la historia vegetal del conflicto armado. Creemos que en esa vuelta al árbol podemos conocer algo de esos sonidos más roncos de su historia.

¿Por qué interesa interrogar a los árboles? Porque entendemos que en ellos está escrita también la historia de los hombres quienes muchas veces no pueden contar su propia historia. Sin embargo, sí pueden hablar de ese árbol y hablar de él es hablar de ellos mismos. Es importante entender que los árboles no son accesorios de su historia, sino más bien, la materialidad misma de su tiempo y de su historia. La edad del árbol, el uso que tenía, si fue sembrado por las abuelas o por las abuelas de las abuelas, si era el punto de reunión o el lugar en el que el ganado recibía la sombra, si era de donde pendían los columpios o los cuerpos de los ahorcados, son parte nodal de su historia individual y de la historia de la comunidad. Hay que tomarlos con la seriedad que se merece, darles esa altura.  Hablan los árboles allí donde las bocas de la comunidad se han hecho mudas.

Notas:

[1] Cf. Rubiano, Fabio. La Obra “Labio de Liebre” según Fabio Rubiano. El Espectador, Bogotá, 10 abr. 2015. Cultura. Disponible en: <https://www.elespectador.com/noticias/cultura/obra-labio-de-liebre-segun-fabio-rubiano-articulo-554118>.
[2] Cf. Gutiérrez-Peláez, Miguel. El Arte como Fortín. Lo que la Guerra no Podrá Erosionar. Avances en Psicología Latinoamericana, v. 36, n. 1, p. 225-226, 2018.
[3] Centro de Memoria Histórica. Textos Corporales de la Crueldad. Memoria Histórica y Antropología Forense. 2014, p. 55.
[4] Freud, Sigmund. (1896) La Etiología de la Histeria. (1955) Sigmund Freud Obras Completas. Traducción directa del alemán: José L. Etcheverry. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1989, v. III, p. 192.
[5] Cf. Lacan, Jacques. (1978) O seminario: O eu na teoria de Freud e na técnica da psicanálise. Livro 2. Tradução: Marie Christine Laznik Penot. Rio de Janeiro: Zahar, 1985.

Imagem: Luis Salinas | Armonía | Espanha | [s. d.] | fotografia impressa em madeira

Miguel Gutiérrez-Peláez, PhD, es director del Programa de Psicología de la Universidad del Rosario, en la Escuela de Medicina y Ciencias de la Salud (Bogotá, Colombia), donde dirige la revista Avances en Psicología Latinoamericana. Es miembro fundador del Centro de Estudios Psicosociales (CEPSO) y miembro del Grupo de Estudios Interdisciplinarios sobre Paz y Conflicto (JANUS) de la misma universidad. Psicólogo de la Pontificia Universidad Javeriana (PUJ, Bogotá, Colombia), es magíster en Psicoanálisis y doctor en Psicología de la Universidad de Buenos Aires (UBA, Buenos Aires, Argentina). Psicoanalista miembro de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP) y de la Nueva Escuela Lacaniana (NEL), es secretario para Colombia de la Asociación Mundial de Rehabilitación Psicosocial (WAPR).