13 de setembro de 2018 Miguel Gutiérrez-Peláez

 
Sugería recientemente Juan Pablo Aranguren[1] que hablar de uno mismo es siempre algo extra-ordinario en la medida en que implica detenerse y auscultar lo que denominaba el “yo-interior”, esa porción del sí mismo que las más de las veces, en la cotidianidad, mantenemos a la sombra de nuestras cogniciones conscientes. Derivaba de ello la importancia de medir las consecuencias éticas de pedirle a alguien que hable, que dé sus palabras. Es cierto que no es un acto inofensivo pedirle a alguien que hable y, menos aún, pedirle que relate determinados hechos o acontecimientos de violencia que han padecido o de los que han podido ser testigos, como sucede con frecuencia en la experiencia de los profesionales de la psicología y la psiquiatría en Colombia. Es una dimensión aún más profunda, además, dirigir la pregunta a su implicación subjetiva frente a eso que ha vivido, es decir, no solo eso que sucedió, sino lo que hizo frente a eso; las decisiones, conscientes o no, que determinaron su papel en lo vivido.

No es nunca una pregunta inocente ni una a la cual el que pregunta pueda esquivar su propia implicación subjetiva, precisamente, esa que se juega en el acto mismo de preguntar. Se da con frecuencia en el encuentro entre ese que habla y ese que escucha una “confusión de lenguas”. Es el término que lucidamente empleó Sandor Ferenczi (1873-1933) para referirse a ese desencuentro entre el lenguaje del adulto y el niño, entre el lenguaje de la ternura y el de la pasión. Recogía en ese término la tradición babélica de la confusión de lenguas, el hecho de que no existe un metalenguaje que permita una traducción perfecta entre las lenguas. Recuperaba, además, la idea de que el lenguaje no solo permite ordenar el mundo y darle sentido a las cosas, sino que el lenguaje es también traumático, ya que hay aspectos del lenguaje que están por fuera del orden simbólico, y el trauma puede producir agujeros que quedan por fuera de su posible conquista por parte del lenguaje. Las palabras pueden doler, dañar, injuriar, producir ansiedad; pueden hacerse inolvidables, trazar destinos; pueden tomarse el cuerpo, marcarlo, transformarlo, producir síntomas en el cuerpo. Las palabras, además, transforman para siempre la relación que tiene el sujeto con el mundo, dejando solo pequeños trazos de los que habría podido ser el mundo para el humano si no hubiese sido capturado por el aparato del lenguaje.[2]

El sujeto que le pide palabras al otro con frecuencia desconoce que el lenguaje no es un aparato que replica el mundo y que lo más propio de la comunicación entre humanos es justamente el malentendido. En el campo psi se extendió la idea errónea de que hablar es de por sí terapéutico y que animar al otro a hablar es siempre un acto que trae como consecuencia fundamental el alivio, la abreacción. Pero el hablar no ocurre en el vacío, ocurre en un marco y un campo determinado y es ahí que la escucha del otro juega un papel fundamental. Hay un contexto, un setting, un encuadre, un espacio, una serie de condiciones que son necesarias para que sea posible que esa palabra del otro sea acogida, pueda ser recibida de una buena manera por el otro, cuidada y, de alguna manera, devuelta renovada. Es la ascesis que hacemos de la palabra del otro. No cualquiera puede estar en el lugar del que escucha. En el caso de la escucha de sujetos que han atravesado experiencias potencialmente traumáticas, además, se requiere alguien que no se lesione con la violencia de las palabras del otro, que no le corrobore en la experiencia que lo que el otro tiene y ha vivido es dañino y que él mismo está dañado.

 
Notas:

[1] Cf. Aranguren, Juan Pablo. La Ética de la Escucha: Ante el Dolor de la Guerra en Colombia. En: XIII CÁTEDRA COLOMBIANA DE PSICOLOGÍA MERCEDES RODRIGO. Bogotá: Universidad de los Andes, 2018. Disponible en: <https://psicologia.uniandes.edu.co/index.php/el-departamento/xiii-catedra-mercedes-rodrigo>.
[2] Cf. Gutiérrez-Peláez, Miguel. Ferenczi’s Anticipation of the Traumatic Dimension of Language: A Meeting with Lacan. Contemporary Psychoanalysis, v. 51, n. 1, p. 37-154, 2015.

 
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Miguel Gutiérrez-Peláez, PhD, es director del Programa de Psicología de la Universidad del Rosario, en la Escuela de Medicina y Ciencias de la Salud (Bogotá, Colombia), donde dirige la revista Avances en Psicología Latinoamericana. Es miembro fundador del Centro de Estudios Psicosociales (CEPSO) y miembro del Grupo de Estudios Interdisciplinarios sobre Paz y Conflicto (JANUS) de la misma universidad. Psicólogo de la Pontificia Universidad Javeriana (PUJ, Bogotá, Colombia), es magíster en Psicoanálisis y doctor en Psicología de la Universidad de Buenos Aires (UBA, Buenos Aires, Argentina). Psicoanalista miembro de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP) y de la Nueva Escuela Lacaniana (NEL), es secretario para Colombia de la Asociación Mundial de Rehabilitación Psicosocial (WAPR).